La Fundación Despertando al Atlas analiza la condena a Cristina Fernández de Kirchner como símbolo de una justicia que, aunque tardía, representa una oportunidad para reflexionar sobre la conciencia ciudadana, la educación cívica y la igualdad ante la ley.
La reciente condena judicial a la expresidente Cristina Fernández de Kirchner ha marcado un punto de inflexión institucional en nuestro país. No por lo inesperado de la resolución, sino por lo simbólico del momento: por fin los ciudadanos asistimos a un escenario donde una figura con poder real es alcanzada por el sistema judicial. Lo que debería ser un acto natural en una República —la aplicación de la ley sin distinciones— genera, sin embargo, conmoción, violencia y tensión social. ¿Por qué?
Porque en Argentina no todos somos iguales ante la ley. Y más aún: porque no todos creemos que debamos serlo.
Desde la Fundación Despertando al Atlas entendemos que los acontecimientos recientes son una expresión visible de un conflicto más profundo: el divorcio entre justicia, educación y conciencia social. En otras palabras, asistimos a un fenómeno donde una parte de la sociedad, aún ante pruebas abrumadoras de corrupción, opta por defender al culpable, justificar lo injustificable y hacerlo —como siempre— bajo la extorsión de acciones violentas que buscan generar caos e inestabilidad.
Ante eso, muchos reclaman a la Justicia como si se tratara de una isla ética dentro de un océano de corrupción. Pero la Justicia no es una excepción: es parte de la sociedad que la produce. Y por eso, aunque en el ideal republicano los jueces deben impartir justicia con independencia y sin mirar el contexto, en la realidad concreta no pueden desentenderse de él. La sentencia que condenó a una expresidente no fue dictada en cualquier momento: emergió en un punto de equilibrio donde sus consecuencias sociales, aunque previsiblemente tensas, resultan políticamente tolerables.
No debemos subestimar la importancia de esta oportunidad: si esta misma resolución hubiera salido años atrás, cuando el aparato de movilización kirchnerista gozaba de mayor capacidad operativa, habríamos asistido probablemente a un nuevo 17 de Octubre. Pero esta vez no espontáneo, sino conducido por masas arriadas, adoctrinadas, carentes de pensamiento crítico y manipuladas emocionalmente para defender causas que no comprenden. En ese escenario, los desmanes del 2001 habrían quedado opacados por una violencia de carácter masivo, simbólica, visceral. Por eso insistimos: la Justicia, aun con su pretensión de imparcialidad, no puede operar como si la realidad no existiera.
Y esa realidad está marcada por décadas de degradación educativa, colonización cultural y empobrecimiento estructural. Un modelo que ha roto deliberadamente el sistema de formación ciudadana, dejando a una porción significativa de la población atrapada en la dependencia económica, la desinformación política y la reproducción cultural del sometimiento. Subsidiar lo justo para sobrevivir. Fomentar la reproducción irresponsable en sectores vulnerables. Apagar toda chispa de pensamiento crítico. Esa es la fórmula de un poder que se perpetúa manipulando la miseria.
No sorprende, entonces, que aún en franca retirada, con un relato desgastado y casi sin cajas para solventar el aparato, el kirchnerismo aún pueda convocar a sectores dispuestos a defender lo indefendible. Lo preocupante no es que un grupo de marginales destruya un canal de noticias. Lo verdaderamente alarmante es que haya quienes lo justifiquen. Que existan personas que, aún frente a la evidencia, estén dispuestas a rechazar el funcionamiento de las instituciones de la República con tal de preservar una identidad política al que tributan.
La única justicia posible en una democracia sana es aquella que es oportuna, autónoma y ciega.
Oportuna, porque cuando llega tarde se convierte en herramienta de especulación.
Autónoma, porque debe estar a salvo de presiones partidarias y del humor de la calle.
Ciega, porque debe juzgar sin mirar la bandera, el apellido ni el caudal de votos.
La imagen de la diosa Justicia con los ojos vendados es mucho más que un símbolo clásico: es una aspiración civilizatoria. Ese vendaje representa la promesa de que la ley no distingue entre amigos y enemigos, entre ricos y pobres, entre poderosos y débiles. Pero esa promesa solo puede sostenerse si existe una ciudadanía madura, consciente y bien formada. Y eso no se logra sin una profunda transformación del sistema educativo.
Argentina no saldrá adelante solo condenando a los culpables, aunque eso sea necesario. Saldrá adelante cuando deje de producirlos. Cuando el mérito reemplace al clientelismo. Cuando el pensamiento crítico venza al adoctrinamiento. Cuando el trabajo se imponga al subsidio como vía de ascenso. Cuando la justicia sea respetada no por miedo, sino por conciencia.
Porque exigimos jueces independientes, pero votamos cómplices.
Porque pedimos justicia, pero siempre que el que tenga que responsabilizarse sea otro.
Porque queremos vivir en una República, pero toleramos que se eduque para la servidumbre.
Desde nuestra visión, una nueva Argentina exige una nueva conciencia. Y esa conciencia comienza por entender que la verdadera igualdad —la única que merece ser militada— es la igualdad ante la ley.
Todo lo demás es relato.